Había una vez una cachorra que no era de abolengo ni de alcurnia, ni era burguesa jerarquizada en los escalones más altos de la sociedad, simplemente su padre era un cocker y su madre una french (pero no de Paris) sino de la Parisina. Ginger tampoco llegó a vivir al palacio real, ni mucho menos a una hacienda imponente con acueductos y sirvientes, pero sí a una casa donde la dejan subirse a los sillones y a cada rato le dan salchichas dubys y mucho cariño.
A diferencia de otras canes medio fifís que suelen acudir a las estéticas más exclusivas donde les producen peinados extravagantes y les pintan las uñas muy cuquis, Ginger fue muy alegre a la estética de la colonia donde obtuvo un cambio de look drástico al que sólo podré llamar "tuzadota" pero ella parece no darse cuenta porque no se ha quejado al respecto y sigue moviendo la cola muy pinga ella.
Ginger disfruta del sabor de las salchichas así como de las mandarinas y jícamas que luego me roba mientras veo la tele, ha de saber que el ácido cítrico previene de enfermedades respiratorias, sobre todo después de su episodio por la estética donde perdió la mitad de su peso al serle ultrajado su pelaje pulgoso.
Hoy descubrimos que habían traido a la casa una bolsa con limones mágicos y fuimos a jugar con uno al jardín, todavía no sabemos si en realidad son mágicos porque Ginger lo frotó con la lengua y no salió nadie, lo que sí es que nos ensuciamos la pijama porque el pasto estaba mojado, me pregunto si a las perras fifís las dejarán jugar con limones en el lodo.
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